Me gustaría esquivar el tema de las Fiestas, pero será imposible. Son fechas sensibles y, aunque no comulgo con ellas, ya están acá; no hay nada que hacer al respecto. Sin embargo, lo mío no es enojo sin fundamentos, tampoco un resentimiento de índole religioso: se trata de angustia en su más acabada expresión. Me angustia mucho que haya gente disfrazada de Papá Noel con el calorón que hace en estas tierras, y ni hablar de que adoptemos íconos de gaseosa para ilusionar a los más pequeños con la llegada de trineos cargados de bolsas.
También por estos días me bajonea el empacho con los programas de televisión de temática de nieves y norteamericanos enfundados en casacas, botas y gorro de lana.
Pensaba en esto mientras me agarraba la cabeza en la cola de un Rapipago. Mientras avanzábamos como zombis hacia las cajas nos disputábamos con los codos sudorosos el aliento de un aire acondicionado con fatiga. Veía pasar a la gente por la vereda, enajenada por la locura de las compras. Pensé en la romería que tuve que sortear para cambiar un ventilador en el centro.